Relatos

Leyendas, los premios literarios y el más allá.


                                                           Hace unos días, por la serranía de Burgos, unos pastores dignos de la antigua Mesta, me  contaron, a la luz de la lumbre, una historia que desde hace muchísimo tiempo circula como tradición oral por aquellos montes y se refiere nada menos que a nuestra entrañable Doña Concha  y su saga. Por ello os la cuento tal como la oí:
         En San Julián de los Pinares se celebraba el día del Santo Patrono y a las doce de la mañana se proclamarían las obras y autores ganadores de los concursos literarios que todos los años promovía el Ayuntamiento. Desde horas antes el Salón de Actos de la Casa de la Cultura estaba lleno de público. La Corporación Municipal en pleno, con el Alcalde a la cabeza presidía la ceremonia desde el escenario y el  “Jurado Literario de Destacadas Figuras de la Cultura de Este Pueblo” ocupaba la  primera fila del patio de butacas.
Entre discursitos del concejal de Cultura y del de Fiestas Mayores, los versos del inevitable poeta oficial del municipio y cantos del coro de las niñas de las Madres Oblatas  Redentoristas iba pasando la mañana, hasta que llegó el momento solemne de la proclamación de los premios.
En un atril situado a la derecha del escenario el portavoz del Jurado,  tras beber un sorbito de agua, empezó un discursito somnífero en el que fue desgranando lo excelsas que eran todas las obras que habían concurrido y lo ardua que había resultado la labor de los miembros del Jurado. A continuación comenzó a proclamar  las obras y autores premiados, empezando por los trabajos infantiles de los niños del colegio de Santo Domingo Savio,  a los que siguieron los microrrelatos de jóvenes con talento de la comarca.
Después de un entreacto con salida del público, con fines variados, fuera del patio de butacas, dio a conocer los premios correspondientes a los relatos libres. Estos fueron proclamados, en una relación infinita, de menor a mayor importancia, con el consiguiente aplauso a cada premiado, hasta que por fin llegó el turno del Gran Premio. El premio había recaído en una obra de Eva Jiménez del Olmo, hija del pueblo, y muy conocida en la comarca, a cuyas presuntas dotes literarias le acompañaban otras mucho más patentes, que fueron valoradas y premiadas con un atronador aplauso. Sólo un relato, un relato sobre un una saga familiar en torno a un Castaño Centenario, no había sido ni siquiera nombrado en toda la tarde. Ni un mínimo premio le había correspondido.
Poco después de terminado el acto, el día se oscureció, las calles del pueblo fueron quedando en silencio, el bullicio no acompañó a la fiesta y  se esparció entre los asistentes un difuso desánimo. Cada cual se retiró a su casa, las madres levaban a sus hijos en brazos,  protectoras. Reinó silencio. En el Ayuntamiento se reunieron los concejales y el alcalde con el Presidente del Jurado Literario.
 Desde muy lejos sonaron truenos y en ese momento se vio avanzar desde la parte alta del pueblo, allá donde comienza  la calle principal, un cortejo descomunal, precedido por una señora antiquísima, pero erguida y furiosa, apoyada en un bastón de peregrino con la estampita de un niño sonrojadito en el pecho del sudario blanco que vestía.
El Presidente del jurado, desde el ventanal del Ayuntamiento, reconoció a la señora, era Doña Concha, un destacado personaje del relato sobre el Castaño Centenario, que sólo él, por curiosidad, había leído y luego fue viendo cómo la seguían, a algunos pasos más atrás , su hijo unigénito, rodeado de su secretario, el cocinero y el chofer, muy solícitos cuidadores del señorito y un poco más allá caminaban una pareja de ancianos vestidos elegantemente, el Señor Don Pedrito Suárez y su esposa la distinguida dama Doña Teresa de Alarcón, a los que acompañaba, como ausentes, como desvaídos, su hijo, Florencín Suárez y de Alarcón junto a su abuelo Don Eduardo, más conocido como “Edu el de la peineta”.Tras este primer tramo del cortejo venían cuarenta muchachas en flor de la madre patria, con peinetas de carey y mantillas negras de encaje y otras cuarenta esplendidas y exuberantes criollas. Más atrás, ensimismada en sus asuntos, divisó a Santa Rita levitando. Allí parecía que terminar el cortejo, porque un enorme árbol cubría la calle, pero lo cierto era que también estaba en movimiento en el desfile, era un castaño centenario que agitaba sus ramas con rumores precursores de tormentas, prestando así un aire de crepúsculo al prematuro atardecer. La sin par Tía Encarna, acogida bajo las ramas del castaño, llevaba en sus brazos una maqueta del panteón que la había albergado. La rodeaban sus cincuenta allegados, que siempre la auxiliaron, con devoción por su abolengo. Un poco más a la izquierda, como ajeno a ella, iba su jovencito pariente, el concejal ecologista, hablando con el grupo de funerarios de la lejana comarca asturiana.   Después del árbol había un largo tramo vacío y más allá, sobre un pura sangre negro, con correajes tachonados de oro, cabalgaba, con  coraza y yelmo de indiano rico, el lejano pariente americano de la saga, al que seguían los seis medio indios, los cincuenta loros gritando desgarradoramente. A una respetuosa distancia, le seguían sus doscientos bastardos en traje de los días de Dios: bodas, fiestas de guardar, bautismos y funerales.
El presidente del Jurado continuó aún largo tiempo contemplando el pavoroso cortejo, que, acompañado todo el trayecto de los graznidos de bandadas de  grajos, fue bajando la empinada cuesta  hacia el centro del pueblo.

Cuando llegó a la plaza del pueblo, ante el Ayuntamiento, la comitiva se detuvo y todo quedó en silencio. Doña Concha avanzó apoyándose en su báculo. Golpeó dos veces en el suelo y a esta orden el lejano pariente americano  picó espuelas y se situó junto a ella.
A un silencioso gesto de Doña Concha, el jinete alzo el brazo y un grito de ¡Injusticia, injusticia! Se extendió por todo el pueblo. Injusticia, susurraba con su vos atiplada “Edu el de la Peineta” y su nieto Florencín; ¡injusticia! gritaron los 50 loros, los  200 bastardos, las niñas de las mantillas y la nativas con ritmo; ¡injusticia! susurraron las hojas del Castaño Centenario y hasta allá en la lejana Asturias gritaron ¡injusticia! los venerables árboles de sus bosques en la olvidada heredad del antiguo indiano.
¡A los de la casas consistorial –atronó la voz antigua del indiano—, si, abriendo las puertas del balcón, no os mostráis ante nosotros, seréis considerados felones e indignos de respeto y todo oprobio  caerá sobre vosotros por todos los siglos de los siglos!
El silencio volvió a reinar en toda la comarca. Estaba oscureciendo. Pasaron unos minutos. Unas voces se oyeron en el interior de la casa. Las puertas del balcón fueron abriéndose lentamente. El alcalde salió, se acercó a la barandilla y dijo:
—Somos gentes de paz, son las fiestas de nuestro pueblo y ahora, como salidos del mundo de las pesadillas, habéis aparecido para sumirnos a todos en esta zozobra de inquietudes. ¿Quienes sois? ¿Que queréis de nosotros?
Doña Concha alzó su báculo y tomó la palabra:
¿Alcalde, no sabes realmente quienes somos? Si es así llama a tu presencia a los miembros del Jurado y pregúntales cómo es que han premiado relatos insufribles mientras la historia de mi vida, de mis gentes y mis descendientes no ha merecido ni una simple mención, que permitiría que mi saga perdure unos siglos más en vuestra memoria. Yo no estoy ya en el mundo de los vivos, pero desde ultratumba conocemos cuando se hace agravio a nuestro recuerdo. Pregúntale al presidente del Jurado, él nos ha reconocido y sabe  quienes somos. Luego convoca al pueblo en esta misma plaza y léeles el relato sobre el Castaño Centenario. Cuando todos lo hayan oído, volveremos a nuestro mundo y vosotros quedareis en paz.

El Alcalde se retiró del balcón, el cortejo permaneció en su lugar. Llegó la noche y todo el pueblo siguió en silencio. Al amanecer se abrieron las puertas del  balcón municipal y el Alcalde salió acompañado del Presidente del Jurado. En aquel momento empezaron a llegar los primeros ciudadanos a la plaza. A las ocho de la mañana todo el pueblo estaba congregado ante el Ayuntamiento. Doña Concha permanecía impasible erguida apoyada en su  bastón.
Así empezó el Alcalde a hablar, desde lo alto, al pueblo:  
  

Doña Concha a sus noventa años tenía dos deseos y una manía: de los dos deseos uno ya le parecía imposible de cumplir y eso que era algo tan natural como ser abuela. Su único hijo había alcanzado los setenta años y ni trazas de casorio. Hacía treinta años que había hecho un viaje de negocios a un país muy al sur de América y allí se quedó, con lo cual Doña Concha pensó que si no le había hecho tilín ninguna muchacha de su país pudiera ser que alguna moza exótica lo conquistara. Ponía velas a Santa Rita por ello, aunque siempre añadiera la coletilla de que por favor no fuera muy tostada, y no por racismo, como se decía ahora, es que siempre había soñado con tener unos nietos rubitos y sonrosados como fue su hijo de pequeño. La santa más bien se hacía la sorda. Su hijo, eso sí, venía todos los años a verla pero sin novia, ni esposa ni hijos y mira que ella preguntaba, insistía, incluso imploraba, pero nada de nada. Le consolaba pensar que los varones tienen larga vida para engendrar, a ello seguía el desconsuelo de la poca vida que a ella le quedaba por delante.
El segundo deseo era seguir una tradición familiar que últimamente estaba en entredicho: ser enterrada en un ataúd construido con una rama del  castaño centenario que presidía y daba nombre a una de las fincas familiares, en lo más recóndito de los bosques de las Asturias.
 Cuando, a los cincuenta y tres años, tras un tedioso invierno asturiano en la finca, la tía Encarna, decidió empezar a morirse, su más allegados, para preparar el futuro fallecimiento,  lo primero que hicieron, como familia de bien en  tesitura tan seria y tan amarga, fue encargar la construcción de un buen panteón en el cementerio local y luego determinar qué rama le correspondía ceder al árbol para tan luctuoso destino.
Para esto, siguiendo el rito establecido, fue convocado un lejano descendiente, de rama supuestamente legítima, del pariente americano que un día de mediados del siglo XVIII se había presentado en el pueblo con mucho dinero, cincuenta loros, seis medio indios mestizos achaparrados y un montón de semillas misteriosas y esquejes de árboles que todos pensaron ser cosa de brujería. El indiano compró aquella finca, plantó los árboles y sembró la comarca de hijos bastardos que promovieron interminables y ruinosos pleitos de herencias. Mientras tanto el castaño fue creciendo, las papas quitaron hambres seculares y un buen día el amo murió en circunstancias non sanctas y alguien aprovechó la leña para chimeneas, cortada del árbol y enterrar con sigilo en tosco ataúd al anciano benefactor. Ahí empezó la secular tradición en su honor, que no en balde hizo de su apellido de pobre blasón nobiliario y desde aquellos tiempos todos sus descendientes pasaban a mejor vida en brazos del vetusto castaño.
Pero ahora el jovencito sucesor era concejal y ecologista militante, -la oveja negra  inevitable en familias de abolengo- y había puesto el grito en el cielo en defensa de la integridad física del anciano castaño, con lo que el Ayuntamiento no permitía tocar ni una de sus hojas.  La tía Encarna, harta de esperar  durante más de tres décadas, a sus ochenta y cinco años, indignada, determinó que había llegado su hora y se murió si más dilación. Hubo de ser enterrada en una caja de contrachapado color  pino de la funeraria de la comarca.
Desde que Doña Concha se enteró de este desenlace estuvo secreta y dolorosamente persuadida de que este segundo deseo tampoco habría de cumplirse. 
La manía consistía en quitarse años. Era tal su obsesión que cuando tenía que decir su edad lo hacía con truco y sobreentendidos, sólo al médico de la familia la decía abiertamente y porque lo conocía desde pequeña y no quería hacer el ridículo. La manía le comenzó a los treinta y dos tras el susto que le dio la primera y tenue arruga que percibió en su rostro una mañana de verano. Aquel día no bajó a desayunar y se quedó el resto de la mañana mustia y meditabunda en el lecho conyugal contemplando las arrugas de las sábanas de hilo, estirándolas por aquí para que al cabo se formaran pliegues por allá. Allí  engendró su manía y ya a la hora del café pudo decir que tenía “veintitrés invertido”. Con el paso del tiempo fueron “treinta y cinco invertido”, “treinta y seis invertido”,... lo pasó regular a los ochenta y cuatro,… no era creíble.
Cuando cumplió noventa años, difícil de invertir por cierto, su hijo se empeñó en que se fuera a vivir con él a su país. Ella pensó que sería su aventura final y quien sabe si algo más. Si su manía era casi insostenible y su deseo de ser enterrada en un ataúd del castaño centenario, ilegal, cabía la posibilidad de que la cercanía diaria con su hijo produjera el efecto por años deseado, el cumplimiento de su primer deseo, ya se encargaría ella de buscar las candidatas adecuadas. Y allá se fue.
     Mas en aquel precioso lugar, en aquel fastuoso chalet y aunque su hijo, el secretario de su hijo, el cocinero, el chofer y todos los demás estaban pendientes de ella y volcados en hacerle la vida lo más agradable posible, aunque había conocido a toda la alta sociedad de entre los lugareños y a señoras muy respetables sobre las que había insistido a su hijo, Doña Concha se sentía desasosegada y algo triste, pues a su memoria venía cada vez con más frecuencia el comentario que le hiciera un día hace años la viuda de Pedrito Suárez:
     -¿Te has enterado de lo del niño de la de Alarcón? ¿No? Por dios, si ya lo sabe todo el mundo, menos su madre, pobrecita. Pues resulta que es un poco rarito... ya sabes.
      -No, no sé...
      -Si, hija, ya sabes... que el hijo le ha salido mariposilla, un poquito al revés, vamos, invertido...
       Como el tío abuelo Eduardo, pensó ella en aquel día de aquel año.
     Doña Concha, a sus noventa años, ya no tenía ni sus dos deseos ni su manía, así que su viejo corazón se resintió y murió de un infarto fulminante. La embajada la repatrió en un ataúd emplomado.

 Cuando el Alcalde leyó este último párrafo, se produjo un momentáneo silencio; luego desde las filas más cercanas a la fachada del Ayuntamiento surgió un inicial aplauso que  se fue ampliando y extendiendo por toda la plaza y sus alrededores hasta rebasar, ya atronador, la comarca  entera, extinguiéndose luego paulatinamente en la lejanía, más allá de los restos medievales del castillo de los viejos duques.
 Mientras tanto el cortejo había desaparecido y la fiesta continuó en San Julián de los Pinares.

  

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