sábado, 26 de febrero de 2011

Erase una vez un lobito bueno...

         CAPERUCITA DE LA SIERRA NORTE (2007)

            Es viernes por la mañana. Tienes clase hasta las doce.

         Tú vendrás de clase en el instituto de tu pueblo. Estas en el último curso, pero ya debías haber terminado. Llevas un año de retraso. Pero te lo pasas muy bien. Eres Caperucita Roja. Vives en una aldea cercana al Pedroso.

         Cuando llegues a casa tu madre te estará esperando. Lo de siempre. Tienes que llevarle a tu abuela –tu madre se empeña en llamarla la “abuelita”- la compra del supermercado. Siempre lo mismo: fruta, algo de carne y  las latas de cerveza que tanto le gustan.

         Saldrás de tu casa y tomarás el camino a la derecha. Es el que va al bosque, más corto que el camino forestal y tiene su aliciente. Ve rapidita para que des imagen de jovencita alegre en un hermoso día de primavera. Porque, en efecto, estás en primavera.

         No cantes ninguna canción y menos tirolesa, por favor, sería como destrozar el escenario.

          Sigue así hasta que llegues al  riachuelo. Descálzate e inicia el paso a la otra orilla. Observa allí una figura que se oculta tras unos arbustos. Sientes un cosquilleo en tu interior. Buenas vibraciones. Ambivalencia: deseo-rechazo.

         Os conoceréis en el momento en que  estés saliendo del agua. Te estás poniéndo tus zapatos. Inclínate como si fueras a caer. Él, oculto tras una mata de jara, te ha estado observando. Salta para evitar que caigas. Te sorprendes. Apóyate en su brazo.


          Di, mientras mantienes tu mano sobre su brazo:

         ––Gracias.

         Él te mira. Te sonrojas.

         ––¿Estás bien? ––Te dice.

         Os miráis a los ojos.

         ––Si. Gracias.

         Lo sueltas,  y camináis juntos unos pasos.

         Os estáis mirando furtivamente. Es el olisqueo primigenio. Tú bamboleas la cesta de las provisiones de la abuelita.

          Él te toma del codo.

–– ¿Dónde vas? ¿Cómo te llamas? ––Te dice.

         ––Me llamo Caperucita, voy a casa de mi abuela, bueno, mi “abuelita”, que vive al final de este camino, antes de llegar a la pista forestal.

         ––Te acompaño. Yo voy hacia allá. Conozco a tu abuela de verla algunas veces en su huerto. Yo soy el lobo. Bueno, soy el sustituto, porque el de verdad lo hirieron ayer unos furtivos y está en el veterinario. Nada grave, parece. Mi nombre es Ernesto.

         Lo observas y te alegras por una vez de que ocurran  accidentes de caza. No es precisamente un lobo.

         No muestres mucho brillo en tus ojos, contente.

         Continuáis andando por el bosque. Los pájaros cantan, el cielo está radiante, las hojas de los árboles tamizan la luz solar y un clima de acogedora serenidad os envuelve. Sopla una brisa agradable. Aproxímate a él. Te pasará la mano por la cintura y te oprimirá contra su cuerpo. Identifica las plantas, los sonidos, los olores y  los va describiendo de tal forma que hace que te sientas parte de la naturaleza que os envuelve. Se hace inevitable: os besáis con hambre de siglos.

         Ama a la naturaleza y es atento contigo. Es difícil encontrar un lobo más completo.

         Diez arbustos, ocho pájaros  y cuatro  ranas más tarde estaréis acomodados sobre un lecho de hojas. Haréis el amor hasta el anochecer.

         Él se vestirá y esperará a que tú lo hagas. Antes de terminar abrázalo y dale un beso final. Luego termina de vestirte. Tómalo de la mano y sigue hasta llegar al camino forestal.

         Antes de cruzarlo te señalará una cabaña de madera, situada a pocos metros de distancia, en una pendiente cercana junto al camino.

–– Aquella es mi casa. Vivo solo.

         Os besáis fugazmente y luego tú atraviesas el camino,  llegas a casa de tu abuelita y llamas a la puerta.  Pasas la noche con ella y el sábado por la mañana vuelves a casa.



***   ***   ***

Desde entonces, todos los viernes sin excepción sal del instituto de tu pueblo y con una diligencia moderada, para no alarmar a tu madre, llévale las provisiones a tu abuelita.

         Casi cuatro meses despues, la Dirección General de Bosques Forestales comunicó a Ernesto la jubilación anticipada del anterior lobo titular y él se prepara los temas. Después él gana el concurso restringido. Tú tienes que tomar una decisión. Piénsalo.

 Alejandro Cotta

sábado, 5 de febrero de 2011

¿Cómo escribir un dialogo? Leamos a John Kennedy Toole.

¡Hemos disfrutado como cochinos en barro!
¡Como alerces en flor!
¡Como pajarillos hartos de gusanos!
¡Qué dialogo más expresivo, desternillante, pulcro, descriptivo!
Si alguien se ha preguntado alguna vez qué quiere decir "mostrar" cuando hablamos de literatura, pasen y vean: 
                                ( "¡Y al final, comenten, que es bueno para la salud!", nos recomiendan la sin par Doña Concha y el loro Arturo.)
" Mientras Ignatius consideraba el placer que aquel pequeño juego de
béisbol proporcionaba a la humanidad, los dos ojos tristes y ávidos avanzaron hacia él entre la multitud como torpedos dirigidos a un petrolero grande y lanudo. El policía dio un tirón a la bolsa de papel de partituras de Ignatius.
—¿Tiene usted algún documento de identificación, señor? —preguntó
el policía, en un tono de voz que indicaba que tenía la esperanza de que
Ignatius fuese oficialmente inidentificable.
—¿Qué? —Ignatius bajó la vista hacia la enseña de la gorra azul—.
¿Quién es usted?
—Enséñeme su carnet de conducir.
—Yo no conduzco. ¿Sería usted tan amable de largarse? Estoy
esperando a mi madre.
—¿Qué es lo que cuelga de esa bolsa?
—¿Qué cree usted que va a ser, imbécil? Una cuerda para mi laúd.
—¿Qué es eso? —el policía retrocedió un poco—. ¿Es usted de la
ciudad?
—¿Acaso la tarea del departamento de policía es acosarme a mí cuando
esta ciudad es la desvergonzada capital del vicio del mundo civilizado? —
atronó Ignatius, por encima del gentío que había frente a los grandes
almacenes—. Esta ciudad es famosa por sus jugadores, prostitutas,
exhibicionistas, anticristos, alcohólicos, sodomitas, drogadictos, fetichistas,
onanistas, pornógrafos, estafadores, mujerzuelas, por la gente que tira la
basura a la calle, por sus lesbianas... gentes todas que viven en la impunidad
mediante sobornos. Si tiene usted un momento, estoy dispuesto a discutir con
usted el problema de la delincuencia; pero no cometa el error de fastidiarme a
mí.
El policía agarró a Ignatius por el brazo pero fue agredido en la gorra
con las partituras musicales. La cuerda colgante del laúd le dio en la oreja.
—Eh —protestó el policía.
—¡Toma eso! —gritó Ignatius, percibiendo que estaba empezando a
formarse un círculo de compradores interesados.
Dentro del D. H. Holmes, la señora Reilly estaba en el departamento de
bollería, el pecho maternal apoyado en una vitrina que contenía almendrados.
Uno de sus dedos, gastado de frotar tantos años los gigantescos y amarillentos
calzoncillos de su hijo, tamborileó en la vitrina para llamar la atención de la
vendedora.
—Eh, señorita Inés —dijo la señora Reilly con ese acento que al sur de
Nueva Jersey sólo existe en Nueva Órleans, esa Hoboken del Golfo de
México—. Venga, venga aquí, chica.
—Vaya, ¿cómo le va? —preguntó la señorita Inés—. ¿Qué tal, querida?
—No demasiado bien —dijo, sincera, la señora Reilly,
—Qué lata, verdad —la señorita Inés se apoyó en la vitrina y se olvidó
de las pastas—. Tampoco yo me siento nada bien. Estos pies...
—Señor, Señor, ojalá tuviera yo tanta suerte. Lo mío es arturitis en el
codo.
—¡¡Oh, no! —dijo la señorita Inés con verdadera simpatía—. Mi pobre
papá también la tiene. Le hacemos meterse en una bañera llena de agua
hirviendo.
—Mi hijo se pasa todo el día flotando en la nuestra. Yo apenas puedo
entrar en el cuarto de baño.
—Creí que estaba casado...
—¿Ignatius? Sí, sí, ojalá —dijo, con tristeza la señora Reilly—. ¿Quiere
darme dos docenas de esas variadas, querida?
—Pues yo creía que me había dicho usted que se había casado —dijo la
señorita Inés, mientras iba metiendo las pastas en una caja.
—Ni perspectiva tiene siquiera de casarse. La novia aquella que tenía se
largó.
—Bueno, aún está a tiempo.
—Sí, sí, claro —dijo con indiferencia la señora Reilly—. ¿Quiere
ponerme también media docena de bizcochos borrachos? Ignatius se pone
insoportable cuando se acaban las pastas.
—Así que a su chico le gustan las pastas, ¿eh?
—Oh Señor, este codo me está matando —contestó la señora Reilly.
En el centro del grupo que se había formado delante de los grandes
almacenes, se balanceaba violenta la gorra de cazador, un verde destello en el
círculo de gente.
—Hablaré con el alcalde —gritaba Ignatius.
—Deje en paz al muchacho —dijo una voz entre la multitud.
—Vaya a detener a esas chicas que se desnudan de la Calle Bourbon
añadió un viejo—. Él es un buen chico. Está esperando a su mamá.
—Gracias —dijo, desdeñoso, Ignatius—. Espero que todos ustedes den
testimonio de este ultraje.
—Vamos, acompáñeme —le dijo el policía con menguante seguridad.
A su alrededor había ya casi una multitud y no se veía ni a un guardia de
tráfico—. Vamos a la comisaría.
—Así que un buen muchacho no puede ya ni esperar a su mamá a la
puerta de un comercio —era de nuevo el viejo—. Convénzanse, la ciudad
nunca fue así. Esto es el comunismo.
—¿Está llamándome usted comunista? —preguntó el policía al viejo,
mientras procuraba evitar los latigazos de la cuerda del laúd—. Le llevaré
también a usted. Así mirará más a quien anda llamando comunista.
—A mí no puede usted detenerme —gritó el viejo—. Pertenezco al
Club Edad Dorada, patrocinado por el Departamento Recreativo de Nueva
Orleans.
—Deje en paz a ese anciano, policía de mierda —chilló una mujer—.
Es probable que tenga ya nietos.
—Los tengo —dijo el viejo—. Tengo seis nietos, estudian todos con las
hermanas. Y son muy listos, además.
Sobre las cabezas del gentío, Ignatius vio a su madre que salía despacito
del vestíbulo de los almacenes cargando con los artículos de repostería como
si fuesen cajas de cemento.
—¡Mamá! —gritó—. Llegas en el momento justo. Me han detenido.
Abriéndose paso entre la gente, la señora Reilly dijo:
—¡Ignatius! ¿Pero qué pasa? ¿Qué has hecho ahora? Eh, oiga, quítele
esas manos de encima a mi hijo.
—No le estoy tocando, señora —dijo el policía—. ¿Éste de aquí es su
hijo?
La señora Reilly arrebató a Ignatius la zumbante cuerda de laúd.
—Pues claro que soy su hijo —dijo Ignatius—. ¿Es que no ve usted el
afecto que siente por mí?
—Sí, esa señora quiere mucho a su hijo —corroboró el viejo.
—¿Qué intenta usted hacerle a mi pobre niño? —preguntó la señora
Reilly al policía; Ignatius palmeó con una de sus inmensas zarpas el pelo
teñido con aleña de su madre—. ¿Cómo se atreve usted a detener a un pobre
muchacho con toda la gente que anda suelta por esta ciudad? Está esperando a
su mamá e intentan detenerle.
—Aquí tendría que intervenir el Sindicato de Libertades Civiles —
comentó Ignatius, apretando con la zarpa el hombro caído de su madre—.
Hemos de comunicárselo a Myrna Minkoff, mi amor perdido. Ella sabe de
estas cosas.
—Son los comunistas —interrumpió el viejo.
—¿Qué edad tiene? —preguntó el policía a la señora Reilly.
—Treinta años —contestó Ignatius, condescendiente.
—¿Tiene usted trabajo?
—Ignatius tiene que ayudarme en casa —dijo la señora Reilly;
empezaba a fallarle un poco su valor inicial, así que se puso a enroscar la
cuerda del laúd con el cordel de las cajas de las pastas—. Tengo una arturitis
horrible.
—Limpio un poco el polvo —explicó Ignatius al policía—. Además,
estoy escribiendo una extensa denuncia contra nuestro siglo. Cuando mi
cerebro se agota de sus tareas literarias, suelo hacer salsa de queso.
—Ignatius hace unas salsas de queso deliciosas —dijo la señora Reilly.
—Es un detalle estupendo —señaló el viejo—. La mayoría de los
muchachos se pasan el día correteando por ahí.
—¿Por qué no se calla usted? —dijo el policía al viejo.
—Ignatius —preguntó la señora Reilly con voz trémula—, ¿qué has
hecho, hijo mío?
—Bueno, mamá, la verdad es que creo que el que empezó fue él —
Ignatius señaló al viejo con la bolsa de partituras—. Yo estaba aquí,
esperándote, rezando para que las noticias del médico fueran alentadoras.
—Llévese de aquí a ese viejo —dijo la señora Reilly al policía—. Está
armando líos. Es una vergüenza que dejen sueltas por la calle a personas como
él.
—Todos los policías son comunistas —gritó el viejo.
—¿Pero no le dije a usted que se callara? —dijo el policía, furioso.
—Todas las noches me pongo de rodillas y doy gracias a Dios de que
estemos protegidos —explicó la señora Reilly a la multitud—. Sin la policía,
todos estaríamos muertos a estas horas. Estaríamos tumbados en la cama con
el cuello cortado de oreja a oreja.
—Eso es una gran verdad, sí, señor —confirmó una mujer entre la
multitud.
—Deberíamos rezar un rosario por las fuerzas del orden.
La señora Reilly dirigía ahora sus comentarios a la multitud. Ignatius le
acarició torpemente el hombro, susurrando frases de aliento.
—¿Pero rezaríamos un rosario por un comunista? —añadió la señora
Reilly.
—No —contestaron fervorosamente vanas voces. Alguien dio un
empujón al viejo.
—Es cierto, señora —grito el viejo—. Él intentaba detener a su hijo.
Igual que en Rusia. Son todos comunistas.
—Vamos —dijo el policía al viejo. Y le agarró rudamente por la
espalda del abrigo.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Ignatius, observando al pálido y pequeño
policía que intentaba sujetar al viejo—. Tengo los nervios hechos migas.
—¡Socorro! —gritó el viejo, apelando a la multitud—. Esto es un
abuso. ¡Es una violación de la Constitución!
—Está loco, Ignatius —dijo la señora Reilly—. Será mejor que nos
marchemos de aquí, niño. —Luego se volvió a la gente y dijo—: Vayanse,
amigos. Podría matarnos a todos. Yo, personalmente, creo que puede que el
comunista sea él.
—No tienes que exagerar, madre —dijo Ignatius mientras se abrían
paso entre la multitud, que empezaba a dispersarse. Enfilaron a buen paso
Calle Canal abajo.
Ignatius miró atrás y vio al viejo y al policía bajito forcejeando bajo el
reloj de los grandes almacenes.
—¿Podrías aminorar un poquito la marcha? Creo que tengo un soplo
cardíaco.
—Oh, cállate ya. ¿Cómo crees que me siento yo? A mi edad no debería
correr de este modo.
—El corazón es importante a cualquier edad, creo yo.
—Tú tienes el corazón perfectamente.
—Lo tendría si caminásemos un poco más despacio —los pantalones de
tweed se le hinchaban alrededor de las nalgas gargantuescas mientras
caminaban calle abajo—. ¿Tienes la cuerda de mi laúd? "

(Del capítulo Uno de "La conjura de los necios". John Kennedy Toole.)