miércoles, 22 de diciembre de 2010

Signos de Luz

El hijo de Doña Concha en su tierna adolescencia escribía algunos textos, que él llamaba cuentos, y se los leía a los demás componentes de su familia, que le aplaudían. Era una vez al año, pero nunca faltaba su texto...


SIGNOS DE LUZ

Y dijo Dios:
Que haya lumbreras en la bóveda celeste
para separar el día de la noche, y sirvan
las señales para distinguir las estaciones,
los días y los años; que luzcan en la bóveda
del cielo para alumbrar la tierra.
(Gn. 1, 14-15)

A partir de aquel mediodía, frío y hermoso como cualquier invierno del planeta Tierra, todo fue un enorme trasiego de ir y venir de astros y estrellas fugaces en continuo movimiento, por el alto y profundo espacio sideral. El universo entero era un río de luz en apasionada ebullición: estrellas, satélites, cometas y otros asteroides andaban trastornados y locos de aquí para allá, en una actividad frenética, urgente, inusual en la aparente calma de la vasta extensión; y no se sabía por qué, impuesta quizás por qué sabe que fuerza misteriosa, que resultaba poco menos que inquietante o sospechosa tal vez. En principio, nadie sabía nada, justificaba los motivos y causas para tanto alboroto entre los habitantes del firmamento, tranquilos moradores que siempre estaban habituados a una serenidad inalterable, simétricamente sujetos en la gran bóveda celeste por la inimitable magia del Orbe. Pero lo cierto era que todos los años –por este mismo tiempo- ocurría algo similar, aunque ellos carecían de memoria y no podían recordarlo.

Posteriormente se supo al fin la razón de todo el ajetreo, del largo deambular de los astros: la cuestión parecía tener su origen en una incuestionable visita. Todos iban al espacio ocupado por Clara, una joven estrella temporaria, dotada de una potente luz blanca con destellos dorados, azules y corintos que traspasaban con su brillo toda oscuridad. Clara vivía con millones de rutilantes hermanas, en la Osa Mayor, pertenecientes a la Constelación del hemisferio boreal, sintiéndose plenamente feliz en su elemento. Y allí se dirigían todos los cuerpos celestes aquel helado mediodía con su mejor luz, cantidad de energía incandescente de múltiples tonalidades: amarillo áureo, amarillo rojizo o incluso de un verde caldera ya casi apagado por los viejos años de luces emitidas al cosmos. Se reunía toda la luz disponible para donarla a Clara en un gesto solidario, puesto que ella necesitaría hoy toda la luminosidad existente en el universo para una extraordinaria misión en la Tierra que le había sido encomendada por el mismo Dios Padre, Abba, para todas sus criaturas entrañables. Allí era la concentración, en la infinita extensión del firmamento. Y Clara, la joven estrella, los acogía a todos visiblemente emocionada.

Poco después llegaron también los asteroides que, en número incontable, gravitan mayoritariamente entre las órbitas de Júpiter y Marte.

—Toma, Clara, para que te hagas un largo vestido de cola tan radiante y luminoso como tu propio nombre - Habló un asteroide tan rubio como un recién nacido fuego-. Has de llevar la luz. ¡Toda la luz que seamos capaces!
—Yo te traigo toda mi resplandeciente energía –irrumpió otro -, acumulada durante meses siderales.
—¡Gracias!¡ Gracias, amigos, por vuestra generosidad!
—¡Qué emoción tan grande, Clara; hoy debe ser tu gran día! –exclamó una robusta estrella de luces violetas - ¡Es la elección que todas esperamos una vez en la vida!
—Así es, sois muy amables conmigo. No sabéis cuanto os lo agradezco. Les llevaré todo vuestro alegre brillo de parte de vosotros.
—¿Cuándo lo supiste, Clara? –preguntó un cometa tímido como un hilo de miel.
—Me fue transmitido este mismo amanecer. Cuando el hermano Sol giraba ya en su órbita de fuego iluminando la espesura de las sombras, y la Luna mostraba, al otro lado de su espalda, el rostro plateado.
—¿Y cuándo partirás? ¿Hacia qué hora?
—Debe ser esta noche. Esta misma noche, hacia las doce. Cuando todos nosotros nos encendamos aquí arriba, yo bajaré con toda esta luz y resplandor que me habéis donado, e iluminaré mares y montañas; todos los confines de la tierra, de parte a parte, de extremo a extremo, porque esta noche todo el orbe será Belén de Judá, y no habrá distancia ni fronteras…No habrá en esta noche santa obstáculos ni muros, diques ni alambradas; ni siquiera razas o lenguas que separen…- Clara hizo un instante de silencio y todos percibieron como se instauraba el calor. Un calor antiguo, como de manos apretadas -.El mundo –siguió Clara – es del Creador, que quiere hacer un regalo a los hombres de buena voluntad. Y yo seré la señal, signo y anunciación de que el Hijo de Dios Vivo, nuestro único y absoluto Salvador, ha nacido entre los hombres por amor, y viene a restablecer la paz menospreciada, el júbilo glorioso de su nombre. Nace con la voluntad de reparar la injusticia creada por los poderosos: viene una vez más al mundo, para hacerse presencia y acallar el clamor de los pobres con el compromiso de la esperanza. –Clara se detuvo, tomó un poco de aire del frescor encandilado de la tarde, y continuó –. Todo lo he sabido hoy a través de esa Palabra que nos habla a cada uno de nosotros, los creadores. Él nacerá una vez más, para brotar lazos de unión fraterna, abrazos solidarios de unos con otros como un solo pueblo que sabe y ha comprendido el significado de ser hombre y hermano. Y Dios sellará esta nueva Alianza con mi luz que es la suya; que no es otra, sino la de todos nosotros, la luz primaria y verdadera de la creación.

Las horas trajeron la noche más brillante cosida don resplandores de diferentes matices y colores para regir la vida.

—¡Adiós Clara! ¡Qué hermoso se ve desde aquí el planeta esta noche ¡Adiós!
—Debo irme, adiós a todos. ¡Adiós!...¡Adiós!

Y Clara partió a la velocidad de la luz por el inmenso territorio del espacio, iluminándolo todo a su paso, agujeros negros y meteoritos desprendidos, con su larga cola de cometa prestado en dirección a la Tierra.

 Onofre Rojano

Luego se tomaban unos mantecados y una copita de anís dulce y cantaban unos villancicos en torno al Castaño Centenario.
PD: De todo esto fue testigo el bastardo número ciento noventa y nueve.

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