sábado, 13 de noviembre de 2010

Luis García Berlanga ha muerto

          Don Luis, usted se ha muerto y yo le recuerdo y sonrío con mi sonrisa vertical ¡cuánto aprendí en mi juventud de esas sonrisas (suyas y mías)! Y cuando vi "Plácido" ¡cuánto recordé mi infancia!, no una infancia ambigua, sino las frases, palabras, gestos que más de una vez había observado en mi familia y que no lograba entender porque todos ellos eran requetecristianoscatólicosapostólicos. Lo que no le perdono es que el toro que en mi niñez marcaba la cercanía de la playa, después de ver "París-Tombuctú", se me haya convertido en un nudo en el estómago, porque dijera lo que dijera en las entrevistas sobre el por qué de la frase, yo... como que no me lo acabo de creer.
           Y qué tierno se puso usted en "Novios a la vista", me sorprendió, tan acostumbrada a mis carcajadas con otras películas suyas más recientes, y cuantas entrelíneas para leer en ella. Y si hablo de carcajadas mi recuerdo visualiza "Todos a la cárcel" ¡qué retrato de ciertos personajillos de la época!
           Por cierto, ¡lo que nos reímos en la tertulia con "El sueño de la maestra", qué imaginación, exorcismo puro y desahogante!
            En fin, maestro, que lo voy a echar mucho de menos aunque pueda ver sus películas y releer los libros de su sonrisa... Es que estando usted vivo, yo sentía más a salvo mi sentido del humor, la santa extravagancia, el don del absurdo y, sobre todo, el derecho a hacer lo que a uno le de la gana y como le de la gana.
             Don Luis, no desespere, que lo mismo los ángeles o la virgen pasean por las nubes con tacón de aguja. Mi sonrisa vertical también se despide de usted y esta noche lo conmemorará.

                          Suscriben las palabras de Doña Concha y expresan sus condolencias:
Santa Rita, La tía Encarna, el joven ecologista, las muchachas en flor de la Madre Patria, las expléndidas y exhuberantes criollas, el coro de los cuidadores del señorito, el propio señorito hijo unigénito de Doña Concha, Don Pedrito Suárez, su señora y Doña Teresa de Alarcón, Edu el de la Peineta y el señorito Florencín Suárez y de Alarcón, el ancestral pariente indiano, sus doscientos bastardos y los loros.
                       DESCANSE EN PAZ BAJO NUESTRO CASTAÑO CENTENARIO                            
     

jueves, 11 de noviembre de 2010

Al loro

Habíamos cogido el coche en las proximidades de La Ortiga para que Santa Rita no tuviese demasiados problemas con sus desplazamientos. La tía Encarna se prestó a poner el auto, eso sí, el cinturón de seguridad no estaba hecho para ella ¡válgame el cielo, si nos pilla un guardia! Ya en la casa nos enfrascamos con los pormenores del blog, que avanza lento, pero avanza,  cuando apareció la “loca de Chaillot"
     

de la mano de la anfitriona  de la Tertulia y mire usted por donde, conocí a Jean Giraudoux


Al poco irrumpió Miguel Delibes con sus “Santos inocentes” 

y ahí se armó la trifulca: Santa Rita mantiene que cada cual se puede expresar como quiera, siempre que comunique; el jovencito ecologista puso el grito en el cielo, ¡eso cómo va ser!, entonces para que están las normas de la Real Academia; la tía Encarna trataba de mediar, pero su palabra quedaba un tanto difuminada, porque el ofuscamiento del jovencito no obedecía a razones, y ahora yo me pregunto ¿esa forma de escribir es literatura y lo que hacen los demás son redacciones más o menos historiadas, o estamos ante un experimento para eruditos?, Santa Rita insiste: ¡que cada cual se exprese con su voz y estilo siempre que comunique!.
Ahí quedó la cosa porque luego se habló de “Un cadáver a los postres”, la película en la que Robert Moore 

reúne a cinco detectives famosos, y de la cual piensa el jovencito ecologista que tiene buenos principios, pero que luego va decayendo de manera tan alarmante que termina de manera desastrosa. El asunto da para pocas discusiones porque nadie la recuerda con garantías de polemizar, así que – como pasa en la radio -, enlazamos con otra historia para no crear silencios y visionamos un video de YouTube llamado “Biblioburro”, 

que nos lleva a recordar otros tiempos de la España pre-franquista, pero que resulta que es un recurso en Sudamérica para llevar la cultura a lugares donde no llega de forma natural; una cosa enlaza con otra y la tía Encarna tira de la manta y pone sobre el tapete la situación de la cultura andaluza, que no es que camine a lomos de ningún borrico, pero que tampoco llega de manera adecuada a todos los sitios.
Santa Rita vuelve a hablarnos del escritor JJ Ponce de la posibilidad de tenerlo por invitado, todos estamos de acuerdo en que sería genial para nuestras pretensiones de aprendizaje y ella misma se compromete a cursar la invitación vía arroba tecnológica.
Una curiosidad: En Argentina el diminutivo de mano, es manito porque mantienen el género masculino del sustantivo, por tanto ellos dicen “la manito”; nosotros decimos manita, ¿recuerdan aquella genialidad de Tip y Coll,

¡dame la manita Pepe Luís?, pues eso ¿conoce alguien alguna otra palabra en castellano que acabe en “o” y cuyo artículo guarde concordancia?...Santa Rita sí: ratio, Teresa de Alarcón, que es la promotora de esta discusión no encuentra ninguna más, los demás tampoco, lo que con las cosas.

Firma este estropicio, el loro número cuarenta y nueve.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Doña Concha Writer Alkaparra: vida y obra ( Iuno )

DOS DESEOS Y UNA MANÍA ( 1 )

             Doña Concha a sus noventa años tenía dos deseos y una manía: de los dos deseos uno ya le parecía imposible de cumplir y eso que era algo tan natural como ser abuela. Su único hijo había alcanzado los setenta años y ni trazas de casorio. Hacía treinta años que había hecho un viaje de negocios a un país muy al sur de América y allí se quedó, con lo cual Doña Concha pensó que si hasta su marcha no le había hecho tilín ninguna muchacha, pudiera ser que alguna moza exótica lo conquistara.
Ponía velas a Santa Rita por ello, aunque siempre añadiera en sus
plegarias la coletilla de que por favor no fuera muy tostada, y no por
racismo, como se venía diciendo, es que siempre había soñado con
tener unos nietos rubitos y sonrosados como lo fue su hijo de pequeño.
La santa más bien se hacía la sorda. Su hijo, eso sí, venía todos los años a verla pero sin esposa, ni hijos, ni siquiera novia y mira que ella preguntaba, insistía, incluso imploraba, pero nada de nada. Le consolaba pensar que los varones tienen larga vida para engendrar, a esto seguía el desconsuelo de la poca vida que a ella le quedaba por delante.
El segundo deseo era seguir una tradición familiar que últimamente estaba en entredicho: ser enterrada en un ataúd construido con una rama del enorme castaño que presidía y daba nombre a una de las fincas familiares, en lo más recóndito de los bosques asturianos.
           Cuando a los cincuenta y tres años, tras un tedioso invierno en la finca “El Castaño Centenario”, su tía Encarna decidió empezar a morirse, sus más allegados lo primero que hicieron, para preparar el futuro fallecimiento - como familia de bien en tesitura tan seria - fue encargar la construcción de un buen panteón en el cementerio local. Luego iniciaron los preparativos para determinar qué rama le correspondía al vetusto castaño ceder para tan luctuoso destino. Para esto, siguiendo el rito establecido, convocaron mediante sorteo a un lejano descendiente de rama presuntamente legítima del pariente americano, que un día de mediados del siglo XVIII se había presentado en el pueblo con mucho dinero, cincuenta loros, seis medio indios mestizos achaparrados y un montón de
semillas misteriosas y esquejes de árboles que todos pensaron ser cosa de brujería. El indiano compró aquella finca, plantó los árboles y sembró la comarca de hijos bastardos que promovieron interminables y ruinosos pleitos de herencias. Mientras tanto el castaño fue creciendo, las papas quitaron hambres seculares y un buen día el amo murió en circunstancias non sanctas y alguien aprovechó la leña cortada del árbol, destinada a los fogones y chimeneas de la mansión familiar, para enterrar con prudente sigilo al anciano benefactor. Ahí empezó la secular tradición en honor de quien no en balde hizo de su apellido de pobre, blasón nobiliario. Desde aquellos tiempos todos sus descendientes pasaban a mejor vida en brazos del viejo castaño.
            Pero ahora el azar había designado para este cometido a un joven sucesor concejal y militante ecologista - la oveja negra inevitable en familias de abolengo -, que había puesto el grito en el cielo en defensa de la integridad física del árbol centenario, ... (continúa en Dos deseos y una manía 2) 

Doña Concha Writer Alkaparra: vida y obra ( Idos )

DOS DESEOS Y UNA MANÍA ( 2 )
... con lo que el Ayuntamiento no permitía tocar ni una de sus hojas.  
La tía Encarna, harta de esperar durante más de tres décadas el
cambio de tornas en el poder municipal, determinó, a sus ochenta 
y cinco años ,indignada, que había llegado su hora y se murió sin
más dilación. Hubo de ser enterrada en una caja de contrachapado
color  pino de la funeraria de la comarca.
         En cuanto a la manía, consistía en quitarse años. Era tal su obsesión que cuando tenía que decir su edad lo hacía con truco y sobreentendidos, sólo al médico de la familia le decía abiertamente la verdad y porque lo conocía desde pequeña y no quería hacer el ridículo. La manía le comenzó a los treinta y dos, tras el susto que le dio la primera y tenue arruga que percibió en su rostro una mañana de verano. Aquel día no bajó a desayunar y se quedó el resto de la mañana mustia y meditabunda en el lecho conyugal, contemplaba las arrugas de las sábanas de hilo, estirándolas por aquí para que al cabo se formaran pliegues por allá. Allí engendró su manía y ya a la hora del café pudo decir que tenía “veintitres invertido”. Con el paso del tiempo fueron “cuarenta y cinco invertido”, “cincuenta y seis invertido”, ... lo pasó regular a los ochenta y cuatro, … no era creíble.
          Cuando cumplió noventa años, difícil de invertir por cierto,  
su hijo se empeñó en que fuera a vivir con él. Ella pensó que sería
 su oportunidad final. Si su manía era casi insostenible y su deseo
de ser enterrada en un ataúd del castaño centenario, ilegal, cabía
la posibilidad de que la cercanía diaria con su hijo produjera el
efecto por años deseado: el cumplimiento de su primer deseo. Ya se encargaría ella de buscar las candidatas adecuadas. Y allá se fue.
       Mas en aquel precioso lugar, en aquel fastuoso chalé y aunque su hijo, el secretario de su hijo, el jardinero, el chófer y todos los demás estaban pendientes de ella y volcados en hacerle la vida lo más agradable posible, aunque había conocido a toda la alta sociedad de entre los lugareños y a señoras muy respetables sobre las que había insistido a su hijo, Doña Concha se sentía desasosegada y algo triste, pues a su memoria venía cada vez con más frecuencia... (continúa en Dos deseos y una manía 3)

Doña Concha Writer Alkaparra: vida y obra ( Itres )

   DOS DESEOS Y UNA MANÍA ( 3 )
... el comentario que le hiciera hace años la viuda de Pedrito Suárez:
     -¿Te has enterado de lo del niño de la de Alarcón?- le había dicho.
      -No, no sé nada, hija.
-¿No? Por Dios, si ya lo sabe todo el mundo, menos su madre, pobrecita. Pues resulta que es un poco rarito.
-¿Rarito...?
      -Si, hija, ya sabes... que el hijo le ha salido un poquito al revés..., vamos, invertido.
Como el tíoabuelo Eduardo, pensó en aquel instante Doña Concha.
Desde que ese recuerdo se quedó a vivir con ella, cogió la costumbre de arrinconarse cada día en la mecedora del porche hasta el anochecer. Los de la casa la veían como arrullaba con su vocecilla de estornino a un cartoncito, que en una mano sostenía y con la otra acariciaba. Intrigados, se preguntaban qué podría ser, pues ella, menos sorda que la santa a quien en tiempos rogó, lo escondía en un bolsillo al primer paso cercano. El jardinero, después de semanas escuchando la cantinela de la anciana, mostró su preocupación al chófer, que la comentó con el secretario que a su vez avisó al hijo, quien, una tarde, acercándose a ésta, le preguntó:
-¿Con quién hablas, mamá?
-Contigo, hijo.
     Doña Concha, a sus noventa años, ya no tenía ni sus dos deseos ni su manía, la sesera se le nubló, su viejo corazón se resintió y encamó como el día en que viera su primera arruga. Pero esta vez no se volvió a levantar. De bajo las sábanas de hilo donde yacía acurrucada, sólo surgía el sordo murmullo de los besitos que daba a su hijo, vestido de marinerito en un retrato de primera comunión. Al cabo de los meses, tras un hondo suspiro, nada más se escuchó. La embajada la repatrió en un ataúd emplomado. La acompañaban su hijo y el secretario.
                              Finis